Por. Daniel Cruz
La sociedad dominicana vive una etapa muy intensa de inversión de valores. A diferencia de los tiempos de nuestra niñez, por ejemplo, hoy los ladrones y atracadores se pavonean de sus actividades en los barrios. Parece que las consideran hazañas.
En los años 1970-1975, por ejemplo, sabíamos de inmediato que en el vecindario algo había pasado cuando la madre de alguno de nuestros vecinitos le decía algo al oído a la nuestra. Luego, con el paso de las horas, nos enterábamos de que el hijo de Fulana había sido atrapado la noche anterior en un intento de robo. De eso no se hablaba, y el muchacho que preguntaba recibía un tapaboca. Los familiares del detenido no duraban mucho en el barrio. A la primera oportunidad se mudaban. ¡Cuánto contraste! entre eso y la naturalidad con que una señora recorrió las redes sociales en un video en que decía que su hijo roba motores, pero no hacía tales o cuáles cosas.
Esa desfachatez no se presenta solo en la convivencia civil de nuestros barrios. También se da en las demás áreas de la vida social, incluyendo la política. Aquí tiene diferentes modalidades, que van desde las muy groseras, por lo evidente, como la de la corrupción en los cargos públicos y el robo de los recursos (logísticas) de la organización a la que se pertenece, a prácticas menos evidentes que la de apoyar por los bajos a algún candidato de un partido contrario o la de pasarse de un partido a otro sin que medie un acuerdo programático, identificación ideológica o de otro tipo. El cambio de chaqueta política obedece a un interés mercurial. Algunos lo dicen de manera simple: «estoy con el que me resuelve», y, ¡zas!, como si fuera un conjuro, esa frase justifica lo que sea, hasta el suicidio político.
Y así, con indiferencia que pasma el ánimo del que se respeta a sí mismo, y sin agotar una fase de adaptación, se pasa de la fila de un partido a la del que se enfrentaba ayer.
En el caso de la política, se presenta siempre una autojustificación del salto que se da. Se alegan las trivialidades más risibles que ni siquiera el que las expresa se las cree, pero que al parecer le sirven para apaciguar su conciencia y hacerle beber el café mañanero sin sobresaltos endocrinos o emocionales.
Sin embargo, lo peor de esos pobres diablos es que casi siempre procuran compañeros en la aventura que emprenden. Esto se da por dos razones poderosas, entre otras:
1) Se necesita demostrar que llega al nuevo partido con fuerza porque de ese modo –como vil comerciante que es– puede pujar un precio mayor por su salto al vacío sin siquiera una sombrilla que amortigüe su caída. Al final, la caída se la amortiguarán los compañeros que le sirven de parapeto porque estos no participan en las negociaciones y son engañados con promesas que ni siquiera les han sido cumplidas a los dirigentes del partido al que saltan, los que casi siempre reciben con ojeriza y desconfianza a los recién llegados. Y no puede ser de otro modo porque nadie quiere saber de traidores. A estos se les recibe con diplomacia pero sin quitárseles los ojos de encima porque el que llega a un partido como consecuencia de una traición, así mismo se puede ir a otro luego. En nuestro país hay gente que ha pasado por todos los partidos.
2) El que se va de un partido en las condiciones que venimos analizando necesita compañía porque al no dar el paso de la traición solo, considera que se le hace menos bochornosa la existencia. Esta gente cree que con la responsabilidad compartida le toca menos.
Los grandes líderes y los grandes partidos han pasado por esa experiencia. Juan Bosch la vivió en 1978 cuando se le fue casi la mitad de la matrícula del Comité Central del PLD, luego la vivió en 1983 y en otras ocasiones.
Ante este tipo de gente hay que asumir la actitud del Che Guevara, quien en los inicios del cerco a que fue sometido en los montes de Bolivia se enteró de que uno de sus hombres había desertado y registró luego en su diario de guerrilla en alusión a ese hecho una simple frase: ganancia neta.
Artículo publicado originalmente en Vanguardia del Pueblo